Cala Reona, 5 y final

Ella, que se dejó llevar por el bamboleo de lo que escribían los entendidos en la historia, no hizo nada. Y amarilleaba su piel y en todos sus rincones se le instalaron pequeñas arrugas invisibles e indelebles. Su mirada se opacó, reprochando el abandono. Los sucesivos capítulos anegaron su propia vida, sin dejar espacio para nada más.
No sabe cuándo decidió abandonar el marasmo y empuñar, cual vaquera del Oeste, el espray desengrasante y con él limpiar los azulejos y ver (entre asqueada y, curiosamente, poderosa) cómo la suciedad se deshacía en llantos oscuros que caían al suelo (por qué nunca se habla en las novelas de las pequeñas miserias de todos los días. Limpiar la cocina. Fregar el suelo. Todo eso existe. Será porque las novelas se escriben para hacernos olvidarlas). Empuñó su vida. Decidió abandonar la lectura y buscar el sendero hacia otra cala.
La mujer está sentada en un extremo de la playa. Un pedazo de mar, una tarde lenta, una novela forrada de papel de periódico y una historia por escribir.
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La novela que lee la mujer en Cala Reona podría ser cualquiera. Pongamos que es Esperando a Robert Capa, de Susana Fortes. Un suponer.

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