Paula, 1


De lunes a viernes Paula viste traje de chaqueta con falda por debajo de las rodillas, zapatitos negros de tacón, perlas en las orejas y el pelo recogido con un pasador de lazo en tonos oscuros. De lunes a viernes, Paula lleva una vida normal, podríamos decir que rutinaria, aburrida, nada extraordinaria: suena el despertador a las siete menos diez, desayuno de café con leche y tostada con el pijama aún puesto y el calor de las sábanas pegado al cuerpo, ducha bien caliente con la radio encendida que murmura y murmura noticias económicas (¿brotes? ¿Dónde es que hay brotes?), de sucesos (se ha encontrado el cuerpo de la vecina del quinto B cosido a puñaladas), encuestas absurdas (las rubias los prefieren morenos y los morenos las prefieren pelirrojas), y canciones dedicadas (para que no me olvides) y, tras ponerse el traje de chaqueta de turno (dos días uno y tres, el otro) sobre la camisita blanca bien planchada y la muda limpia, sale a la calle a caminar diez minutos (porque Paula no viaja en metro ni conduce, ni siquiera toma el autobús, Paula trabaja de administrativa en una oficina a sólo diez minutos del piso en el que vive).
Paula vive en un pisito de alquiler que ha llenado de plantas para no sentirse demasiado sola. Hubo un tiempo que barajó la posibilidad de tener una mascota pero la idea no cuajó. (Un perro. No, que quien es la guapa que lo saca a la calle tres veces al día armada con bolsas para recoger lo que ya se imaginan. Un gato. No, demasiada independencia. Y además, me destroza los muebles. Un pájaro. Ay, y me toca limpiar la jaula, ponerle agua y darle alpiste. Un pez. Y a limpiar la pecera. Y además, un canario o un pez, vaya par de mascotas. Ni ladran, ni mueven el rabo, ni nada. No son mascotas como un perro. Y si perro no puede ser, pues ni canario, ni pez). Paula ha pintado el piso en color blanco, menos la cocina. La cocina es color naranja. El color del sol en mi cocina, piensa Paula. Y se queda tan contenta. De lunes a viernes, Paula trabaja de 8 a 15 h. Y luego, vuelve a casa a hacerse la comida, en su cocina color naranja. A veces pasa la tarde leyendo o viendo en la tele cómo se despellejan unos a otros, hay qué ver nunca sospecharía que esto pasase de verdad. Parece todo mentira, reflexiona. Hay tardes que aprovecha y sale a pasear y a hacer la compra, y hay momentos en los que entra en la floristería del barrio y entonces está perdida. Sí. Perdida. Porque, habitualmente, Paula sale con un geranio rojo o con un cactus como esos que salen en las películas del Oeste, o una enredadera blanca y verde para tapar una pared del salón. Porque Paula tiene muchas plantas para no sentirse demasiado sola. Y hay tardes, esas en las que no lee, ni sale, ni tiene fuerzas para encender la tele, que las pasa cuidando de ellas. Una hoja seca que hay que cortar. Un trasplante que ha aplazado demasiado tiempo. Mover el tiesto azul para que le dé luz. Cuidar de que las hortensias tengan la ventilación justa. Regar con vitaminas. Contemplar cómo crecen, cómo florecen, cómo los tallos nuevos salen a la superficie. Paula no tiene internet en casa porque no le da la gana. En el trabajo aún no han limitado las páginas por las que pueden navegar los administrativos, así que si necesita buscar cómo se llama el río que pasa por Nueva York, cuándo es festivo en Almansa o cómo se escribe por que tú lo digas en chino, lo hace en la oficina, en las pausas. Porque hay pausas y pausas. 

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