Y aquí estoy, yo también. I



Uno de esos hoteles, de la playa...
Y aquí estoy, yo también. Después de que dije que nunca lo haría. Pero así es esto, basta que te hayas pasado toda la vida renegando para que, años después, de pronto y sin previo aviso, te descubras con barriga y calva incipientes, mirándote en el espejo del cuarto de baño de cualquier hotel de la costa (tres estrellas, buffet y actividades culturales nocturnas mediante) haciendo exactamente (punto por punto, y párrafo a párrafo) eso que dijiste, que te prometiste, que proclamaste hasta el infinito y más allá, que nunca, que palabrita de niño Jesús, que jamás de los jamases, harías.

Mi hijo ha cumplido nueve meses en este hotel de terrazas compartimentadas con una precaria mampara de plástico y cristal, un capricho de la madre, Juana, y una debilidad de carácter mía, que he permitido este remedo de vacaciones. Aquí pasamos los días, mientras yo miro a mi hijo (que se llama Juan, como no podía ser menos) e intento reconocerlo como hijo mío. No es que dude, el crío tiene mis ojos y mi mal genio (eso de  berrear a las tres de la mañana por sistema, como si estuviese programado para encenderse todas las noches, a la misma hora, y esté donde esté, no puede ser sino mala leche) pero es que a mis cuarenta y dos me cuesta hacerme a la idea de que yo he puesto algo de mí en esta nueva persona que hace un par de años no existía. Da un poco de miedo. Porque cuando Juan se agarra al dedo corazón de mi mano derecha mientras sus aullidos se propagan por los pasillos y las habitaciones colindantes, no logro reconocerme del todo en él. Aunque sé, por supuesto (y esto es cosa de estadística médica y del misterio de la naturaleza de las cosas) que la madre se identifica plenamente con su hijo cuando éste nace y que el padre empieza a quererlo como tal cuando el infante cumple el noveno mes fuera del útero materno. Es que eso de llevarlo dentro debe marcar y mucho, aunque he conocido madres que han parido una caterva de criaturas y la ha echado al mundo sin inmutarse ni preocuparse posteriormente, como lechugas y coles, vaya. Pero esto son divagaciones mías, lo sé, tal vez debería dejarme llevar por la risa del chaval (que siempre elige desgañitarse a carcajada limpia con cualquiera que no sea yo) y por esos ojos que bailotean, entre aturdidos y mareados, de unas personas a otras. Quizás en uno de esos bailes sus ojos se fijen en mí y él se reirá un poco, para variar.

En fin, esto de renegar debe ser por lo de cuarentón o porque quizás, sólo quizás, a todos nos gusta observar nuestra imagen en el espejo y que ésta… sea parecida (no me atrevo a decir igual, eso sería una utopía además de una desfachatez con un punto de chulería, la verdad) a aquella que nos habíamos prefabricado en la imaginación y el orgullo cuando los kilos y los años eran menos, casi ni se notaban, pura levedad.

Pero empecemos por el principio, porque ya he situado el lugar y el tiempo y un poco el ambiente (aunque esto último ya lo iré delimitando con precisión, ya), hasta he presentado a Juana y a Juan (aunque muy superficialmente, pero los he presentado) y he aclarado poco sobre mí, ni tan siquiera mi nombre. Recapitulando, soy un hombre cuarentón que se está quedando calvo y que empieza a tener barriga, estoy casado y tengo un hijo, Juan, que se llama así por su madre y por su abuelo materno. Soy charcutero, carnicero, trabajo con jamones, lomos, chorizo y salchichón, el rico embutido ibérico, en la empresa del abuelo materno de Juan. Y estoy aquí en contra de mi voluntad de otro tiempo, aquella que siempre dijo que le parecía una locura ir a un hotel en pleno mes de agosto con un niño de teta, para pasarse las horas muertas al borde de una piscina o en la habitación, junto al aire acondicionado. Para qué gastar dinero, esgrimía yo. No entiendo nada, sostenía. Pues mejor pasar el calor en casa, salir a tomar algo, tomarse unos días tranquilos. Pues no. He tenido que transigir. O es que últimamente no tengo fuerzas, ni voluntad para negarme a nada de lo que proponga Juana. Algo tengo que alegar en mi defensa y es que no me llamo Juan (vade retro, Satanás) sino Jorge, como el caballero que venció al dragón, aunque sea tan cobarde o tan comodón o esté tan desganado de todo y de todos, que no sea capaz de domeñar ni una sola de las contradicciones de mi vida.

Comentarios