Madeleine, 2


Un relato sobre un encuentro, o un encontronazo. Cuándo no se habla el mismo lenguaje, ¿sirven los ojos, la sonrisa? 
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Como una casa en la que se cocina.
Como un patio lleno de sol
El Corsa estaba unos cuantos metros más allá, apuntando su pequeño morro  hacía mí, mientras la puerta se abrió. Ahí estaba el conductor. Una mujer color perla que agitaba las manos.
Uno tiene su edad, sus achaques y sus experiencias y, aunque Teresa fue, sin ninguna duda, la única mujer importante, uno reconoce a una mujer extraordinaria en cuanto la ve. Color perla, esa fue la primera sensación que tuve al verla. Perla, pero gris. Ese gris delicado que envuelve las mañanas de noviembre, el color de la niebla cuando no es del todo blanca, el de la bruma que acaricia los pies de la montaña o que navega sobre el agua azul. Delgada, fibrosa, con un vestido sencillo  (gris) que dejaba al descubierto unas piernas bronceadas. La melena grisácea (no había afeites que disimularan las canas), lisa como una cuchilla de afeitar, le acariciaba los pómulos (recuerdo que me pregunté si le dolería).

-Pardo Monsieur, un poco, esto… eau? Pouvez-vous m’aider? Merci beucoup, habla francés? Yo, un poco español, poco, poco.

No hacía falta ser un hacha para intuir que estaba nerviosa y que era francesa; y no hacía falta ser un dechado de inteligencia para deducir que teníamos un problema, porque yo de francés ni idea, vamos, que de su parlamento entendí que no sabía hablar en mi idioma, ni yo en el suyo, aunque  comprendí también que quería agua, porque me pareció entender algo de eau y eso sí que me suena por lo de eau de cologne.

-¿Está bien? ¿Qué ha pasado? ¿El coche?

Me descubrí gritando a pleno pulmón, como si la señora fuese sorda y no francesa.

-Esto… francés, no, Monsieur?

-No, nada, rien de rien (no sé por qué esta expresión la tengo grabada en el ADN, aunque la pronuncio tal cual. Tampoco se me olvida Je t’aime, pero esto es por la canción). Espere un momento. (Ahora le hablaba más despacio, mientras movía mi cabeza de izquierda a derecha como un teletubbie). Espere. ¿Sí? (Y, luego, como Tarzán) Yo, Esteban. ¿Usted?

-Estaban… Ah… Yo, Madeleine.

Inspeccioné el vehículo y las ruedas. Una de ellas estaba reventada, y me asombré aún más de que estuviésemos vivos.

-Esto… Una rueda, splash, tom, tom, tomaaa (dios, menos mal que en ese sitio dejado de la mano de los dioses menores y mayores no pasaba un alma. Había que verme, haciendo visajes con las manos y sonidos extraños para intentar comunicarme con … Madeleine).

-Síiiiii Rueda. Susto. Esto.. Un peu de eau, s’il vous plait, Estaban…

-Esteban, Madeleine.

-Síii. Yo, Madeleine. Estaban.

-Sí, bueno. Triángulos. Triángulos. (Empecé a dibujar la figura geométrica en el aire). Señalizar. Triángulo…

Madeleine me miraba mientras se retorcía las manos, estaba nerviosa y seguramente necesitaba beber agua más que nada en el mundo, así que abrí el maletero del Corsa, saqué los triángulos y los posicioné en la carretera a los metros que deben ponerse en estos casos.

Luego, cruzamos la carretera hasta mi coche (no lo he aclarado hasta ahora, pero tengo un Mercedes. Desde que se me murió mi Teresa no reparé en gastos en el automóvil. Total, para qué. Para quién.). Madeleine parecía haberse calmado un poco, y me gustó la pareja que hacíamos, ella, gris perla, con un bolso bandolera rojo (incongruentemente rojo. Yo esperaba que fuese rosa) y yo, con mi traje azul marino y mi camisa blanca (soy un clásico, qué le voy a hacer).

-Merci beaucop, Estaban… Yo, esto… un peu de eau…

-Sí, tranquila Madeleine, has tenido suerte de toparte conmigo, soy un hombre preparado para cualquier contingencia, ya verás (ay, qué ridículo sonó eso. Se parecía, sospechosamente, a la canción has tenido suerte de llegarme a conocer).

En el maletero, junto con mi bolsa habitual, había puesto la nevera portátil con agua, refrescos y fruta. Así que los ojos de Madeleine chispearon cuando le tendí una botella de Evian.

-Ohhhh. Estaban…

Me sentía complaciente y hasta sabio mientras ella, una mujer que casi había acabado conmigo, bebía con avidez…

-Madeleine, tendrás que llamar a la grúa. ¿Teléfono? ¿Seguro?

-No… no tengo… no… alquiler coche… yo… Esto… (y empezó a revolver en el bolso. Siempre ha sido un misterio porqué las mujeres llenan los bolsos de cosas inútiles. Sé que es un misterio que nos tiene en jaque a todos los hombres. Lo cierto es que no todos los bolsos guardan las mismas cosas, porque los bolsos y las mujeres, son diferentes. Hay quien mete en el bolso lo primero que pilla y deja fuera todo lo demás. Hay quien lleva lo justo y necesario si entendemos que puede ser necesaria una mascarilla de oxígeno por si nos vemos propulsados al espacio exterior. Hay quien nunca encuentra nada en ese maremágnum de tiques, facturas, servilletas, posavasos, marca páginas, cajas de cerillas, toallitas perfumadas y pañuelos de papel. Recé una invocación para que no fuese el caso).

-Madeleine… ¿cómo es que no tienes móvil? Teléfono móvil. Como éste (y le mostré el último que había cambiado en la tienda. Un modelo blanco, un tanto llamativo. Quizás, mucho).

-Ohhhh. Merci beaucop, Estaban. Yo no, esto, yo no tener téléphone analogique. Esto. (Me tendió una libreta cuadriculada con los números de teléfono).

No entendía muy bien cómo una mujer de cierta edad (bien, no se podía decir de ella que fuese vieja, no. Aún, no.), que no sabía hablar el idioma del país, viajase por ahí, sola, sin teléfono. Marqué, hablé con una señorita y me aseguraron que en menos de una hora estaría allí la grúa.

-Todo bien, Madeleine. Tranquila, ya viene. ¿Quieres comer algo? (Le pregunté, mientras mi mano derecha hacía el gesto universal).

-Esto… Oui, merci, merci Estaban…

-Mujer, deja de darme las gracias, que me vas a hacer sentir mal. Total, es lo que hay que hacer, ¿no? Yo no esperaría menos de ti si las circunstancias fuesen de otra manera (pensé que tenía una voz ronca, como si fuese fumadora). Es lo que procede, ayudarse entre conductores, ¿no?

Miré sus ojos que hasta entonces me habían pasado desapercibidos entre el suave color de su melena y el bronce de su piel. Tenían el color de la miel de romero, de esa que Teresa me hacía tomar cuando la garganta me daba problemas, antes de que dejase de fumar. Tantas cosas que hizo por mí Teresa.

Madeleine sonreía mientras yo hablaba y hablaba, como si ella entendiese algo de lo que yo decía, a toda velocidad.

-Creo que será mejor que entremos en el coche, que encienda el motor y el aire acondicionado, total, tengo el depósito lleno y … ¿para qué lo quiero, si no es para estar a gusto, en una situación como ésta? Pasa, pasa. Ya verás qué bien estamos aquí, comiendo algo de fruta, a ver qué tenemos por aquí, ay, tenemos naranjas, están muy buenas, muy dulces. ¿Te gusta la fruta? Tal vez prefieras algo de chocolate, para darte energía, porque después del susto… (Estábamos los dos, sentados ya en el interior del coche, y Madeleine sostenía una naranja y una tableta de chocolate en cada mano). Ay… perdona… esto. Pardon, Madeleine. Soy un bruto, un tío tonto (señalé mi sien derecha), no hago más que parlotear.

Las carcajadas de Madeleine me sorprendieron. Su risa era como el repiqueteo de una campana en mitad de la noche. Oscura. Algo inquietante. Extraña. Qué diferente había sido la de Teresa. Dulce. Sencilla. Como una casa en la que se cocina. Como un patio lleno de sol. Me tendió la naranja: Yo, chocolat, merci, Estaban…  

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La foto de la famosa Bodega Bar Pimpi, (Málaga), es mía. 
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Comentarios

Isabel Barceló Chico ha dicho que…
Un relato estupendo, muy naturales los dialogos, lo que es bien difícil... Un besazo enorme y feliz otoño.
María Antonia Moreno ha dicho que…
Gracias, querida. Lo mismo te deseo, Isabel. Besos.