Un relato sobre un encuentro, o un encontronazo. Cuándo no se habla el mismo lenguaje, ¿sirven los ojos, la sonrisa?
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Como una casa en la que se cocina. Como un patio lleno de sol |
Uno tiene su edad, sus achaques y sus
experiencias y, aunque Teresa fue, sin ninguna duda, la única mujer importante,
uno reconoce a una mujer extraordinaria en cuanto la ve. Color perla, esa fue la primera sensación que tuve al verla. Perla,
pero gris. Ese gris delicado que envuelve las mañanas de noviembre, el color de
la niebla cuando no es del todo blanca, el de la bruma que acaricia los pies de
la montaña o que navega sobre el agua azul. Delgada, fibrosa, con un vestido
sencillo (gris) que dejaba al
descubierto unas piernas bronceadas. La melena grisácea (no había afeites que
disimularan las canas), lisa como una cuchilla de afeitar, le acariciaba los
pómulos (recuerdo que me pregunté si le dolería).
-Pardo Monsieur, un poco, esto… eau?
Pouvez-vous m’aider? Merci beucoup, habla francés? Yo, un poco español, poco,
poco.
No hacía falta ser un hacha para intuir que
estaba nerviosa y que era francesa; y no hacía falta ser un dechado de
inteligencia para deducir que teníamos un problema, porque yo de francés ni
idea, vamos, que de su parlamento entendí que no sabía hablar en mi idioma, ni
yo en el suyo, aunque comprendí también
que quería agua, porque me pareció entender algo de eau y eso sí que me suena
por lo de eau de cologne.
-¿Está bien? ¿Qué ha pasado? ¿El coche?
Me descubrí gritando a pleno pulmón, como si
la señora fuese sorda y no francesa.
-Esto… francés, no, Monsieur?
-No, nada, rien de rien (no sé por qué esta
expresión la tengo grabada en el ADN, aunque la pronuncio tal cual. Tampoco se
me olvida Je t’aime, pero esto es por la canción). Espere un momento. (Ahora le
hablaba más despacio, mientras movía mi cabeza de izquierda a derecha como un
teletubbie). Espere. ¿Sí? (Y, luego, como Tarzán) Yo, Esteban. ¿Usted?
-Estaban… Ah… Yo, Madeleine.
Inspeccioné el vehículo y las ruedas. Una de
ellas estaba reventada, y me asombré aún más de que estuviésemos vivos.
-Esto… Una rueda, splash, tom, tom, tomaaa
(dios, menos mal que en ese sitio dejado de la mano de los dioses menores y
mayores no pasaba un alma. Había que verme, haciendo visajes con las manos y
sonidos extraños para intentar comunicarme con … Madeleine).
-Síiiiii Rueda. Susto. Esto.. Un peu de eau,
s’il vous plait, Estaban…
-Esteban, Madeleine.
-Síii. Yo, Madeleine. Estaban.
-Sí, bueno. Triángulos. Triángulos. (Empecé a
dibujar la figura geométrica en el aire). Señalizar. Triángulo…
Madeleine me miraba mientras se retorcía las
manos, estaba nerviosa y seguramente necesitaba beber agua más que nada en el
mundo, así que abrí el maletero del Corsa, saqué los
triángulos y los posicioné en la carretera a los metros que deben ponerse en
estos casos.
Luego, cruzamos la carretera hasta mi coche
(no lo he aclarado hasta ahora, pero tengo un Mercedes. Desde que se me murió
mi Teresa no reparé en gastos en el automóvil. Total, para qué. Para quién.). Madeleine
parecía haberse calmado un poco, y me gustó la pareja que hacíamos, ella, gris
perla, con un bolso bandolera rojo (incongruentemente rojo. Yo esperaba que
fuese rosa) y yo, con mi traje azul marino y mi camisa blanca (soy un clásico,
qué le voy a hacer).
-Merci beaucop, Estaban… Yo, esto… un peu de
eau…
-Sí, tranquila Madeleine, has tenido suerte
de toparte conmigo, soy un hombre preparado para cualquier contingencia, ya
verás (ay, qué ridículo sonó eso. Se parecía, sospechosamente, a
la canción has tenido suerte de llegarme a conocer).
En el maletero, junto con mi bolsa habitual,
había puesto la nevera portátil con agua, refrescos y fruta. Así que los ojos
de Madeleine chispearon cuando le tendí una botella de Evian.
-Ohhhh. Estaban…
Me sentía complaciente y hasta sabio mientras
ella, una mujer que casi había acabado conmigo, bebía con avidez…
-Madeleine, tendrás que llamar a la grúa.
¿Teléfono? ¿Seguro?
-No… no tengo… no… alquiler coche… yo… Esto…
(y empezó a revolver en el bolso. Siempre ha sido un misterio porqué las
mujeres llenan los bolsos de cosas inútiles. Sé que es un misterio que nos
tiene en jaque a todos los hombres. Lo cierto es que no todos los bolsos
guardan las mismas cosas, porque los bolsos y las mujeres, son diferentes. Hay
quien mete en el bolso lo primero que pilla y deja fuera todo lo demás. Hay
quien lleva lo justo y necesario si entendemos que puede ser necesaria una
mascarilla de oxígeno por si nos vemos propulsados al espacio exterior. Hay
quien nunca encuentra nada en ese maremágnum de tiques, facturas, servilletas,
posavasos, marca páginas, cajas de cerillas, toallitas perfumadas y pañuelos de
papel. Recé una invocación para que no fuese el caso).
-Madeleine… ¿cómo es que no tienes móvil?
Teléfono móvil. Como éste (y le mostré el último que había cambiado en la
tienda. Un modelo blanco, un tanto llamativo. Quizás, mucho).
-Ohhhh. Merci beaucop, Estaban. Yo no, esto,
yo no tener téléphone analogique. Esto. (Me tendió una libreta cuadriculada con
los números de teléfono).
No entendía muy bien cómo una mujer de cierta
edad (bien, no se podía decir de ella que fuese vieja, no. Aún, no.), que no
sabía hablar el idioma del país, viajase por ahí, sola,
sin teléfono. Marqué, hablé con una señorita y me aseguraron que en menos de
una hora estaría allí la grúa.
-Todo bien, Madeleine. Tranquila, ya viene.
¿Quieres comer algo? (Le pregunté, mientras mi mano derecha hacía el gesto
universal).
-Esto… Oui, merci, merci Estaban…
-Mujer, deja de darme las gracias, que me vas
a hacer sentir mal. Total, es lo que hay que hacer, ¿no? Yo no esperaría menos
de ti si las circunstancias fuesen de otra manera (pensé que tenía una voz
ronca, como si fuese fumadora). Es lo que procede, ayudarse entre conductores,
¿no?
Miré sus ojos que hasta entonces me habían
pasado desapercibidos entre el suave color de su melena y el bronce de su piel.
Tenían el color de la miel de romero, de esa que Teresa me hacía tomar cuando
la garganta me daba problemas, antes de que dejase de fumar. Tantas cosas que hizo
por mí Teresa.
Madeleine sonreía mientras yo hablaba y
hablaba, como si ella entendiese algo de lo que yo decía, a toda velocidad.
-Creo que será mejor que entremos en el
coche, que encienda el motor y el aire acondicionado, total, tengo el depósito
lleno y … ¿para qué lo quiero, si no es para estar a gusto, en una situación
como ésta? Pasa, pasa. Ya verás qué bien estamos aquí, comiendo algo de fruta,
a ver qué tenemos por aquí, ay, tenemos naranjas, están muy buenas, muy dulces.
¿Te gusta la fruta? Tal vez prefieras
algo de chocolate, para darte energía, porque después del susto… (Estábamos
los dos, sentados ya en el interior del coche, y Madeleine sostenía una naranja
y una tableta de chocolate en cada mano). Ay…
perdona… esto. Pardon, Madeleine. Soy un bruto, un tío tonto (señalé mi
sien derecha), no hago más que parlotear.
Las carcajadas de Madeleine me sorprendieron.
Su risa era como el repiqueteo de una campana en mitad de la noche. Oscura.
Algo inquietante. Extraña. Qué diferente había sido la de Teresa. Dulce.
Sencilla. Como una casa en la que se cocina. Como un patio lleno de sol. Me tendió la naranja: Yo, chocolat, merci, Estaban…
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La foto de la famosa Bodega Bar Pimpi, (Málaga), es mía.
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La foto de la famosa Bodega Bar Pimpi, (Málaga), es mía.
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