Instrumental, de James Rhodes

Me ha costado terminar estas Memorias de música, medicina y locura un Camillieri, un Garrido & Abarca, un Verdon y un Lloréns de mil y pico páginas. Estaba avisada. A principios de año, Rosa Montero publicó un artículo magnífico sobre esta autobiografía de un hombre tan joven como herido. Lean si no sus palabras, cómo estas páginas en las que el concertista de piano Rhodes la conmovieron y la reafirmaron en la capacidad del ser humano para buscar la felicidad… a pesar de todo. 

James Rhodes es un tipo más que inteligente; brillante. Un genio empeñado en acercar la música clásica de manera didáctica y entretenida a todo ser humano común y corriente, como lo soy yo misma. Leyendo a Rhodes me he dado cuenta de lo poco (nada) que sé de música clásica, y he comenzado a escuchar a Ravel, a Mozart, a Beethoven. Cada capítulo comienza con una historia, más o menos anecdótica, sobre un compositor: su vida amorosa, su infancia, el porqué de una sonata, o de una variación. Y, lo más interesante, por qué a Rhodes le emociona. La música salvó la vida de James Rhodes. Y la amistad, el amor, y las inmensas ganas del ser humano de sobrevivir, pese a todo. La resiliencia, esa cualidad que se está poniendo tan de moda citar, esa capacidad de seguir adelante superando traumas, dolor, heridas físicas y mentales. 

A James Rhodes lo violaron desde los 5 a los 10 años. Y su alegría, su infancia, su futuro, su mente…, se quebraron. Además de los síndromes y trastornos que padece, me han impresionado mucho las secuelas físicas provocadas por los abusos terribles que sufrió a manos de su profesor. Tremendo. Es tan doloroso imaginar al muchachito pizpireto, feliz, que se torna frágil y triste,  que tuve que aparcar la lectura y comenzar El caso de Santamaría de Andrea Camillieri, un timo casi de manual que me dejó un sabor agridulce, me hubiera gustado que el comisario Montalbano tomase cartas en el asunto. Terminé la novela y volví a Instrumental, y no pude continuar más allá de veinte páginas; tuve que distraerme con Los muertos viajan deprisa, de Vicente Garrido y Nieves Abarca, la cuarta entrega de la saga Valentina Negro y Javier Sanjuán. Me resultó ágil, entretenido y casi adictivo. Volví a las memorias de Rhodes, a sus ingresos en varios centros psiquiátricos, al desmoronamiento de su matrimonio, a la lejanía física de su hijo, a su mente audaz y herida. Tuve que volver a abandonarlo. Controlaré tus sueños, de John Verdon me pareció un bestseller más digno que los últimos que leí de este escritor maduro, retirado en las montañas para darse el lujo de escribir (y cumplí otra propuesta del reto). Luego, dudé y comencé La ley de los justos, de Chufo Lloréns, un novelón ambientado a finales del siglo XVIII en Barcelona, en el que (sorpresa) volví a encontrarme con Enriqueta Martí esa mujer horrenda y real de la que tuve noticias, por primera vez, en otra novela: La mala mujer de Marc Pastor. La ley de los justos se nos presenta como el relato de un amor imposible entre dos zagales de dos clases tan distantes como la Tierra y su satélite, esto es, una burguesa y un obrero. Pero la novela de Lloréns es más, mucho más, es un lienzo de pasiones, actitudes, atmósferas. El Liceo, adonde se iba para ser visto y ver; el mundo de la picaresca y el crimen; la lujuria de unos señoritos burgueses herederos directos de aquellos señores feudales, dueños de cuerpos y almas; la religión que coquetea con la secta; el anarquismo… Y, sí, el amor, cierto es. Después de estas dos novelas, volví a Instrumental, algo más preparada y logré terminarlo. Ahora Rhodes está viviendo un momento dulce, rehaciendo su vida y luchando por dejar de ser víctima. Me pregunto si es cierto que dos seres frágiles unidos son tan fuertes como Rhodes dice.  
Esta obra cumple el noveno requisito del Reto de lectura Librópatas 2016, que consiste en leer un libro de no ficción. Ojalá fuese ficción. Ojalá nunca, bajo ninguna circunstancia, nadie y nunca más, infligiese el menor daño a un niño.   

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