Solo, sola. 1

Aunque no es común que viaje sola, unas cuantas veces y por imperativos de la vida, lo he hecho. Me he movido por esos mundos de acá y acullá en coche, en autobús, en avión, en tren. Creo que me falta el barco. Nunca ha sido muy lejos, ni a lugares peligrosos, Madrid, Canarias, Lisboa, Badajoz, sitios así. Y, sin embargo, qué emocionante cargar con tu maleta y tus expectativas y lanzarte a la aventura (una aventura dócil y fácil, pero aventura a fin de cuentas). Cuando viajas solo, tus aciertos son tuyos, te pertenecen por entero. Esa vista que has descubierto. Ese mirador, ese mar tinto. Ese café con leche exquisito que tomas arropada en una manta morada mientras el sol besa los tejados de las casas de la Baixa. Ese momento en el que sería perfecto que alguien, un desconocido, quizás uno de esos personajes de los libros (un espía, un detective mujeriego, un inspector torturado guapísimo) te ofreciera una copa con una sonrisa cansada y enigmática, como lo son todas las sonrisas de los héroes literarios.
También son tuyos tus fallos, tus equivocaciones, tus meteduras de pata. Perderte en una línea de metro, no encontrar el mapa, corretear, asustado, una noche de noviembre. Te pertenecen por entero y no puedes echarle a nadie la culpa. Así que sueles ser tolerante con ellos. 

Por eso, puedo entender o hacerme a la idea, de cómo será viajar sola a la Patagonia, a Roma, a Malasia. Disfrutar con el paisaje que es solo tuyo. Hacerte la valiente porque no tienes a nadie para quejarte, ni del frío, ni del calor, ni del hambre. Sentir que todo es tuyo: el tiempo, el mundo. Las lágrimas y las risas, el sol de abril y el frío de diciembre. 
Pero lo mejor debe ser la gente. Si en mis viajes casi domésticos he conocido a gente impresionante, puedo, también, colegir cómo serán esas personas que viajan solas para medirse a sí mismas. Una vez, de Plasencia a Badajoz, se sentó  junto a mí una señora de pelo blanco y risa contagiosa. Íbamos en un autobús de línea, de esos que traquetean y bufan y paran en todos los pueblos, yo estaba cansada (como suelen estarlo las viajeras de los libros) y allá que se sentó ella, Dolores, viuda desde hacía quince años, la abuela del edificio en el que vive. Abuela porque durante treinta años, ha ejercido de ello con todos los niños de sus vecinos. Precisamente, viene a buscarme uno de mis nietos postizos, que me quiere mucho y yo, a él. Tiene entrenamiento de fútbol y se espera para llevarme a casa. Dolores hornea bizcochos con sorpresas en Navidad (cinco, diez, veinte euros... para mis nietos postizos. Y ellos me dejan cartas en el buzón). Dolores aún recuerda lo bien que se lo pasó la última vez que estuvo en el balneario de Montemayor con sus hermanas (estuvimos en una habitación que era como una suite, las cuatro) y se ríe, y palmotea mientras comenta, qué bien voy, qué viaje tan entretenido, y usted, señorita, adónde dice que va y qué es lo que va a hacer a Badajoz, y qué bien vamos, no estoy nada cansada, mientras nos reparte caramelos de miel y limón a  los viajeros del autobús.
Al llegar a cualquier estación, uno se siente extraño. Suele hacer frío, o un calor inusual, la espalda y el trasero duelen. Extraño. La aventura fácil no lo es tanto si por la mañana hay que trabajar. Allí, a un par de metros, está un chico veinteañero, alto y guapo como sólo se puede ser a esa edad. Se acerca a Dolores y la besa, la ayuda con la maleta y ella me lo presenta, es mi nieto postizo, es mi abuela postiza, me dicen, y se ríen, abrazados, y los veo irse. 

Hay viajes muy largos y viajes muy cortos. Y no se hacen, necesariamente, a miles de kilómetros.


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