Madeleine, III


Anteriores entregas: I, II.
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Cosas sencillas, cosas complejas
Mientras Madeleine desenvolvía el chocolate (primero, el papel rojo; luego, el papel plata) y mordisqueaba la tableta (primero la esquina superior izquierda; luego, la esquina superior derecha) no pude evitar sentirme avergonzado. ¿Qué diría Teresa si me viese? Si pudiese verme, ahí, con esta mujer extraña con la que no compartía nada, a la que ni siquiera entendía, tan hermosa como desconocida. 
Encendí el aparato de música del coche para acallar mi conciencia, no es propio de ti, Esteban. No la conoces de nada y nunca la conocerás, está claro. ¿Qué pretendes, comportándote como un hombre mucho más joven que tú? Como si supieras lo que haces. No tienes ni idea. 
Jamás la tuve. Siempre quise a Teresa, casi desde que tuve uso de razón. Y estar allí, con Madeleine, me parecía una especie de traición. Creo que eso les ocurre a casi todos los viudos, en un momento o en otro. Aunque ya hacía cinco años. Y Teresa jamás me lo hubiese reprochado. Pero ni una cosa ni la otra me confortaban. De pronto, Perales. Y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti, pregúntale. Dios, Teresa. 

Entretanto, Madeleine, ajena a mí, a mi conciencia y a mis recuerdos, seguía mordisqueaba el chocolate con fruición, como si hubiese salido de merienda y el coche de alquiler en el que se desplazaba no estuviese desarbolado en el arcén, señalizado convenientemente y a la espera de la grúa. ¿Dónde demonios se había metido?

Apagué a Perales y le dije hasta luego a Teresa. Todo por tener una especie de conversación (si se le puede llamar así) con Madeleine. 

-Esto, Madeleine. ¿Qué hacer tú en España? ¿Venir sola para qué? No sé por qué volví a hablar tipo Tarzán, pero es que mis recursos lingüísticos en francés son limitados, ya se han dado cuenta, no hay que dar más explicaciones. 

-Yo, Estaban,  écrivain; livre, yo… Y empezó a hacer el gesto universal de escribir sobre un papel. Livre, catedrales
-¿Estás escribiendo un libro sobre catedrales? ¿Ávila?

-Oui… Ávila, Burgos. Salamanca…  Escribo, escribo roman historique. 

A lo que dijo deben ponerle un poco de imaginación, como quien le pone salsa a una carne insípida. Estábamos mirándonos a los ojos. Muy cerca. El uno inclinado sobre la otra. Haciendo gestos ampulosos, hablando demasiado alto, intentando entendernos, queriendo entendernos) comprendí lo del libro, lo de las catedrales y lo de la historia y me quedé tan a gusto, tan satisfecho de mí mismo. Nos sonreímos, y comprobé que tenía manchada de chocolate la comisura de los labios y quise besarla, así, sin pensarlo más. 

Unos golpeteos en el cristal me sobresaltaron (Madeleine estaba aún sonriendo, porque he de admitir que me había quedado en eso. En el deseo.), y me encontré con el rostro de un joven imberbe que nos observaba con atención. 

Pulsé el botón para que la ventanilla bajase y escuché: ¿Algún problema, señores? ¿De quién es el coche siniestrado? 

Pueden figurárselo, una pareja de veinteañeros, vestidos de verde oliva. Los dos parecían haber salido de la escuela para infantes, se lo juro. Lo que más bochorno me produjo fue mi propio bochorno, no sé si me explico. Me habían pillado con el carrito de los helados. Un sesentón mirando con arrobo a una mujer que sonreía, tontamente, (mejor dicho, ingenuamente, porque no estaba enterándose de nada. De nada. Rien de rien. Nothing. Niet.). Dos, mirándose  a los ojos, en un coche aparcado en el arcén, ante restos de chocolate, naranjas y agua Evian. No digan que la imagen no se las trae. 

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La foto la hice este verano.
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